Curriculismo
mágico
Claudio
Lomnitz
La
degradación de la vida académica tiene como síntoma el
sometimiento abyecto del investigador al burócrata. El fenómeno ya
afecta la capacidad de atraer mentes de primer calibre a la
investigación.
La
publicación de libros y artículos intrascendentes ha llegado al
punto de que, en lugar de sumar lectores, las editoriales
universitarias y sus coeditores parecieran estar empeñadas en
ahuyentarlos. Los académicos nos rasgamos las vestiduras por la
falta de lectores, pero en lugar de que nuestras editoriales sean
guías para el estudiante, publican por igual lo bueno, lo mediocre
y lo malo, subsumado todo por una lógica de ganar puntos y
estímulos que serán debidamente anotados y compensados. Por lo
mismo, las revistas especializadas en su mayoría también carecen
de personalidad. No representan tendencias, ni estilos ni
generaciones. Igualan lo sorprendente con lo trivial. Son primero y
ante todo institucionales.
Debido
a esa propensión a confundirlo todo, a ahogar lo novedoso en la
maquila, la capacidad de conferir prestigio se ha ido mudando al
extranjero. Ser investigador en México es vivir bajo la sospecha de
que quizás uno no la haría en Estados Unidos o en Europa.
Tristemente, la manera más eficaz de demostrar que no es así es
yéndose.
La
única forma de revertir esta tendencia es fortaleciendo un sistema
de valores propio, consolidando espacios locales de genuino
prestigio, y volviendo a ganarle a la investigación el respeto que
necesita para florecer. Pero esto sólo se consigue restándole
poder al burócrata y reintegrándoselo al investigador, rescatando
al investigador de la sospecha de que, en el fondo, es un vividor,
un pensionista ocioso del Estado. Al profesor se le trata
rutinariamente como si fuese un mentiroso, y se le obliga a probar
la verdad de cada cosa que pone en su currículum. Y así el
currículum mismo –ese conjunto de renglones y cuartillas– se
convierte en fetiche, es el espejo de obsidiana, de nuestra
academia. Urge ayudarle al investigador a adorar otra cosa.
Hoy,
cuando un investigador mexicano ofrece una conferencia debe pedir
constancia, con rúbrica florida y profusión de sellos, para
demostrarle a algún burócrata que el académico efectivamente dio
la charla que dice haber dado. El pergamino le ganará una línea
más a su currículo-fetiche. Es también rutinario pedir al
investigador demuestre que tiene su título de doctorado, maestría
y licenciatura, independientemente de cuántas veces anteriores tuvo
que haberlos mostrado. Se pide también que el investigador
demuestre que efectivamente dio su clase. En la academia, el Soy
Quien Soy tiene que ser documentado humildemente y a diario ante un
burócrata, y no demostrado en el descampado, con la fuerza del
brazo derecho, como quería el Quijote.
En
mis 25 años de enseñar en universidades en Estados Unidos, nunca
me han pedido ni uno solo de esos papeles, ni he visto que haya por
eso una crisis de corrupción en el profesorado. ¿Por qué no? Muy
sencillo. Si algún director o administrador sospecha que hay algo
falso en un currículum lo investiga, y si resulta que el profesor
ha mentido, las sanciones son tan fuertes que pueden marcar el fin
su carrera. El resultado es que se miente muy poco. En mis años de
experiencia sólo he conocido directamente un caso de fraude
curricular, mientras en México, con todos sus controles, he oído
de varios. Mientras tanto, en Estados Unidos los profesores no
tienen que pasarse la vida demostrando que son personas honorables.
Acá,
la sospecha pesa sobre las instituciones académicas públicas, al
grado que estorba su capacidad de escoger libremente a sus
profesores. Cuando un instituto quiere hacer una contratación, los
candidatos rechazados tienen derecho a impugnar la decisión,
detener la contratación y provocar prolongadas auditorías
internas, porque la universidad mexicana pareciera estar obsesionada
con proteger al mundo de su propia corrupción.
Cada
anécdota de sometimiento a la irracionalidad burocrática, narrada
usualmente con un regodeo neurótico, significa la humillación del
investigador ya hecha rutina, cierto, y además, cada control
burocrático para obligar a demostrar honradez se traduce en horas y
horas de trabajo nimio de gente que tiene doctorados. El
sometimiento al requisito burocrático lleva, además, a que el
investigador se vaya obsesionando con su currículum, en lugar de
preocuparse primero por el mundo, que es su verdadero problema.
Como
la madrastra de Blanca Nieves, el investigador se levanta por las
mañanas, hace un café, se peina y se para ante su currículum,
acariciando cariñosamente su siempre engordante grosor, y pregunta:
Curriculito,
curriculito, tan bello y tan engordadito, de cuanto currículo hay
en estas tierras ¿Cuál será el más abultadito?
Y
el currículum vitae le contesta con voz varonil:
Oh!
gran investigador, en toda esta comarca, no hay un sólo currículum
que compare con el tuyo!
Pausa,
y luego pronuncia de manera solemne y significativa: Este año, pide
tu ascenso a nivel II.
La
vanidad, como la preocupación por el honor, es practicamente
universal en el trabajo académico, como lo es también en el
trabajo artístico, pero la fetichización del currículum acentúa
mucho esta propensidad, porque el currículum en lugar de
subproducto es hoy finalidad. En lugar de ser mero registro de lo
que se ha producido, el currículum, penosamente autentificado,
tiene poder en sí mismo. Es un talismán protector. Un fetiche.
Ante
esto, hay que hacer recordar que la investigación existe porque
sirve para algo, y no únicamente para acumular puntos y
bonificaciones. Cada universidad debería tener un consejo dedicado
a proteger el tiempo de los investigadores, y a asegurar que el
administrador trabaje para el investigador, y no al revés. Que se
presuma la honradez del investigador como punto de partida. Que se
eleve lo relevante, y se separe de lo irrelevante.
Por
su parte, los investigadores tendremos que ponernos más serios, y
comprometernos a que nuestras editoriales no publiquen cualquier
cosa. Comprometernos a mostrar la relevancia de nuestras
investigaciones, ahora sí que con la fuerza de nuestro brazo
derecho, recordando siempre que se publica para el público, y no
para el currículum. El culto del currículum mágico ha deformado
al investigador al grado de transformarlo de un curioso en un
narciso. Y el narcisismo, como el onanismo, puede ser placentero,
pero es estéril al fin.
Lomnitz,
C. (2016). La Jornada: Curriculismo mágico. Jornada.unam.mx.
Recuperado el 13 May 2016, de
http://www.jornada.unam.mx/2016/05/12/opinion/015a2pol
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